Cipriano y el caño de Soledad

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Por: Carlos Rodríguez Polanco

El sopor del mediodía hacía pensar que el sol de la mañana soltaba turno y, a su vez, entraba el sol de la tarde. Por unos breves minutos, los dos se confabulaban en una serpentina de fuego que hacía sentir que las aguas del Magdalena hervían. Resignado a no encontrar sombra, Cipriano -una garza de mediana edad que había heredado su nombre de un tío abuelo materno- se posaba a orillas del puerto de Magangué, esperando pacientemente las sobras del almuerzo que seguramente le proveerían un delicioso banquete.

Cipriano era una garza blanca cuyos ancestros migraron desde Asia y África para asentarse en la costa norte colombiana. Por referencias de sus abuelos, conocía la historia de un caño de aguas diáfanas, donde los humanos se bañaban, pescaban y llegaban embarcaciones cargadas con frutas y hortalizas. Aquel lugar se llamaba Soledad y se jactaba de ser ‘de Colombia adorada’.

La idea rondó su mente durante varios días hasta que, una tarde, en el nido familiar -ubicado en lo más alto de un ciprés-, anunció su decisión: irían a Soledad. Argumentó durante horas todo lo que sabía de Soledad: gente amable, trabajadora y que a orillas del caño se daban cita para tareas tan diversas como la pesca, la diversión, el trabajo del campo y el comercio en general, desde el caño se podía escuchar la música, la décima y especialmente la decisión indeclinable de un pueblo con ganas de salir adelante.

Contó también que ese cuerpo de agua se juntaba con una bahía y luego emprendían un alegre recorrido hacia el Magdalena; este detalle fue fundamental para que sus hijos y su mujer accedieran a acompañarlo, pues les entusiasmaba la idea de seguir recorriendo la región y así conocer y disfrutar mucho más.

La aventura había iniciado, recientemente Cipriano había leído en un periódico -que utilizaron como paracaídas- que el antiguo Puente Pumarejo había sido reemplazado por uno nuevo, por lo cual trazó su ruta tomándolo como punto de referencia, programando varias pausas para descansar.

El recorrido ofreció una gama de sensaciones: paisajes espectaculares se desplegaron ante sus ojos como una pintura de mil colores, las aguas del Magdalena corrían con fuerza, tal vez ignorando que muy pronto serian engullidas por el inmenso océano; sus hijos incluso hicieron muchas amistades en el camino, jugando, chapoteando y aprendiendo de la maravillosa aventura. Cipriano, por su parte, miraba con extrañeza y preocupación que a su paso nadie parecía conocer aquel paraíso, nadie le dio referencias, nadie tenía un familiar allá, ilusionándose entonces con la idea que este sería un paraíso solitario e inexplorado del cual podrían disfrutar a sus anchas.

Tras cruzar el puente de Calamar -lo que según sus cálculos significaba haber superado ya la mitad del trayecto- decidieron descansar unos días en Ponedera. Este pequeño municipio del Atlántico que por esos días celebraba su Carnaval, y allí presenciaron un desfile en canoas engalanadas que navegaban hacía el puerto. Sobre el camellón, la gente recibía las embarcaciones con algarabía y júbilo. Aquel espectáculo de color y vitalidad renovó las esperanzas de Cipriano, recordándole los relatos de sus ancestros sobre un lugar aún más espléndido: un paraíso rebosante de vida, actividad agrícola y un dinamismo que parecía no tener límites.

La última noche antes de llegar no fue nada placentera. A diferencia del viaje hasta entonces, una tormenta repentina los sorprendió, obligándolos a buscar refugio urgente. Aunque su esposa intentó animarlo Cipriano no podía disimular el mal presentimiento que lo embargaba. La duda y la ansiedad se volvían insoportables. Una y otra vez, las mismas preguntas retumbaban en su mente: ¿cómo era posible que ese lugar mágico de las historias familiares fuera desconocido para todos? Algo no encajaba. Definitivamente, algo terrible había ocurrido.

Al llegar a la bahía de Mesolandia todos sus temores empezaron a explotar como un feroz volcán en erupción, aquella conexión con el afamado caño no aparecía ante sus ojos y cada vez se divisaba más cerca en el horizonte el nuevo puente Pumarejo, lo cual le indicaba que estaba prácticamente encima de su destino. Aún incrédulo abrió sus ojos para estrellarse con una realidad que le estremeció hasta los recuerdos de sus antepasados. De aquel lugar mágico del que le habían hablado, en Soledad, no quedaba nada, todo era una simple maraña de fango, desperdicios, monte y miseria que se confundían entre sí y le inundaban su cuerpo y su mente de una profunda decepción que lo hizo llorar.

Al instante, su esposa lo abrazo tiernamente, casi compadeciéndolo, al tiempo que con la mirada les dijo a sus hijos que no se atrevieran a poner una de sus zancas allí, el más pequeño, alcanzó a preguntar imprudentemente -por lo tenso que se torno el momento- si se habían mudado a vivir en una letrina, a lo que Cipriano solo murmuró: la verdad, no entiendo nada.

Ante aquella escena desgarradora, el caño gimió. Sus lágrimas, aunque copiosas, no alcanzaron a mitigar su desdicha. Entre sollozos de dolor y amargura balbuceó la agonía de su abandono: la vocación agrícola que recorría sus entrañas había desaparecido. Ni siquiera advirtió el momento exacto cuando unos pocos lo utilizaron para enriquecerse, ni en qué momento secaron sus cuerpos de aguas para apoderarse de sus terrenos. Tampoco supo cuándo comenzó su lenta muerte.

Y la verdad no lograba comprenderlo. ¿Cómo era posible que de aquel lugar vibrante y lleno de vida -tan elogiado en los relatos familiares- no quedara ahora sino ruina y desolación? Los restos de canoas abandonadas yacían como cadáveres sobre lo que otrora fuero un puerto floreciente, sus maderas daban gritos de dolor e impotencia en medio de la desdicha de los cuales ni los cerdos se servían. Uno que otro ser desafortunado y entregado a los vicios se escondían a plena vista hasta consumir su vida misma; de aquellos cargamentos de frutas y legumbres, solo quedaban los desperdicios que algunos lanzaban sin escrúpulos, la música, la décima, la pujanza y hasta la alegría habían huido despavoridas de aquella tragedia que parecía no tener fin.

Los comerciantes, los vendedores de frutas y verduras, los carniceros y los pescadores, se quejaban constantemente de la indiferencia de gobernantes que con la complicidad tácita de todos habían utilizado su miseria para robar inmensas sumas de dinero destinadas a salvar el caño.

Las lágrimas de Cipriano, aquella garza de porte majestuoso, casi lograron llenar el lecho seco del caño. No alcanzaba a entender cómo los hijos buenos de Soledad habían permitido el desfalco: contratos por montones, dinero que se esfumaba, políticos corruptos que se llevaron lo suficiente para construir diez Rondas del Sinú como en Montería, cinco Malecones como el de Barranquilla o tres Causeway de Amador, en Panamá -justo donde sus ancestros habían presenciado su construcción y progreso a principios del siglo XX-.

Aún incrédulo, Cipriano sobrevoló las calles de Soledad, donde pudo notar la decadente actualidad de una ciudad que luce enferma, pero que puede dar mucho más. Hoy solo muestra inseguridad, negocios cerrados, calles sin pavimentar, basura, corrupción, clientelismo y sobre todo, una insospechada apatía de sus habitantes, los cuales solo tienen que despertar, convertirse en vigías del bien común, en centinelas de su propio progreso, en gendarmes de los corruptos que solo llegan a llenar sus bolsillos con el pobre presupuesto, concluyendo entonces que solo con la voluntad de sus habitantes Soledad no solo será de Colombia adorada, sino especialmente admirada.

Decidido a ser testigo de la resurrección de ese lugar que anhelaba ver renacer, Cipriano construyó su nido en las riberas del caño, apostándole que con su presencia crearía conciencia entre los habitantes de Soledad. Su familia le insiste en regresar a Magangué aún con el riesgo de morir carbonizados, pero insiste en quedarse, pues ha jurado por la memoria de sus ancestros hacerlo hasta el final de sus días.

Su mujer angustiada al escuchar esa sentencia le pregunta si es que decidió morir ahí, si es que así quiere pasar sus últimos días, a lo que Cipriano le contesta: ¿los míos, o los del caño?

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