La palabra como refugio: Clinton Ramírez y las honduras secretas del Caribe
Foto de Clinton Ramírez Juvinao, tomada en Bogotá.
Por Fausto Pérez Villarreal
La primera vez que leí una frase suya tuve la sensación de entrar en una zona donde el silencio hablaba más que la tinta. Como si alguien hubiese recogido del aire un temblor que todos sentíamos, pero que nadie se atrevía a nombrar. A partir de ahí, su escritura me acompaña como esos faroles viejos que alumbran lo justo: no deslumbran, pero nunca se apagan.
El primer contacto con la obra de Clinton Ramírez fue un libro de cuentos, ‘Tres para una mesa’, que leí entre finales de 1991 y principios de 1992. Publicado por Ediciones La Cifra de Ciénaga, fue una obra que compartió créditos como coautor junto a sus paisanos Ramón Illán Bacca y Guillermo Henríquez.
Años después tuve el privilegio de ser compañero de Clinton Ramírez durante varios semestres en la Universidad Sergio Arboleda, sede Santa Marta, y en esos días aprendí a reconocer en él una vocación que no hacía ruido, pero ardía. Vi de cerca su disciplina paciente, ese fuego casi secreto que sostiene su voz cuando se sienta a escribir. También hemos coincidido en dos ocasiones en el Encuentro de Escritores en Ciénaga, y en cada reencuentro comprendí que su obra crece hacia adentro: de una lealtad profunda a sus propios asombros, y de una terquedad luminosa por decir solo lo que de verdad importa.
Clinton Ramírez Contreras nació el 7 de mayo de 1962 en una ciudad donde la brisa no es metáfora, sino herencia: en Ciénaga. Allá, el viento trae arenas antiguas y memorias que uno respira sin darse cuenta. Creció rodeado de voces domésticas, relatos de esquina y un mar que, sin saberlo, le enseñaba el arte de escuchar antes de escribir. Hay infancias que son un país entero; la suya, quizá, fue una pequeña república de gestos sencillos y honduras secretas.
Quienes lo conocieron en sus primeros años cuentan que era un muchacho de silencios afilados, de esos que parecen estar siempre adivinando algo en el mundo. No miraba las cosas: las observaba. Y tal vez por eso, cuando apareció ‘Las manchas del jaguar’ (1988), que un año antes había obtenido el Premio de Novela Ciudad de Montería, muchos sintieron que aquel libro no venía de la ambición, sino de una larga espera. Como si ese jaguar hubiera estado merodeando en su interior desde antes de que él quisiera admitirlo.
Los años transcurrieron, y su escritura comenzó a respirar con un aire distinto. En ‘Vida segura’ (2005) ya se percibía un aliento renovado; pero fue en ‘Hic Zeno’ (2008) donde la palabra se volvió íntima, casi secreta, como un balbuceo que se abre paso entre recuerdos que no saben si desean ser contados. Allí, la voz parece caminar descalza, palpando con la planta del pie cada piedra, cada sombra. No hay explicaciones, solo la frágil belleza de quien se atreve a dialogar con su propio misterio.
Cuando publicó ‘Un viejo alumno de Maquiavelo’ (2014), uno sintió la irrupción de un humor serio, de una mirada que conoce las astucias humanas, pero elige narrarlas sin crueldad. Ese libro es como una conversación a media luz: un gesto de ironía que no hiere, un retrato en el que nos reconocemos aunque no queramos admitirlo. Ramírez escribía ya no desde la distancia, sino desde la complicidad del que ha visto suficiente.
A esas alturas, Ciénaga había dejado de ser un paisaje para convertirse en su brújula íntima. Daba clases en Santa Marta, en las universidades del Magdalena y Sergio Arboleda, con la naturalidad de quien comparte algo que lo desborda. No enseñaba literatura: la ofrecía. Hay profesores que dictan, y hay otros que contagian; él pertenece a esa estirpe que transforma un aula en una especie de respiración colectiva.
Cuando apareció ‘Otra vez el paraíso’ (2018), su escritura pareció abrir una ventana. Era un libro en el que la nostalgia no pesaba: flotaba. Allí, la memoria se movía con una luz inédita, como si al volver sobre ciertos territorios pudiera tocarlos sin el dolor de antes. Hay obras que son despedidas; esta parecía, más bien, un regreso suave.
Con el paso de los años, su obra siguió creciendo como un árbol que conoce sus estaciones y no se apresura. Tras ‘Las manchas del jaguar’, su escritura abrió nuevas sendas donde la memoria, la duda y la intuición se entrelazan sin imponerse.
Así aparecieron ‘La mujer de la mecedora de mimbre’ (1992), un libro de once cuentos y tres estaciones intermedias en el que lo íntimo habla en voz baja; ‘Estación de paso’ (1995), que indaga en lo transitorio con una delicadeza casi transparente; ‘Prohibido pasar’ (2003). Allí su mirada se vuelve más incisiva sin perder ternura; ‘La paradoja de Jefferson’ (2007), una exploración serena de las tensiones humanas; y ‘El chico del correo’ (2018), que devuelve al ámbito cotidiano un resplandor que solo la buena literatura concede. Cada título no es un hito aislado, sino una huella más de un recorrido interior que él mismo parecía descubrir mientras lo escribía.
Esa madurez creativa se ha hecho aún más visible en tiempos recientes, con obras que confirman la solidez de su voz narrativa: ‘Nueva detención de Josef K’ (cuentos, 2025, Torcaza Editores) y ‘Sin defensa posible’ (novela, 2005, Editorial Unimagdalena) —libros que prolongan y profundizan las búsquedas que han acompañado toda su escritura.
Su relación con el cuento también marcó un territorio propio. En ‘¿Te acuerdas de Monín de Böll?’, su prosa alcanza una agudeza que no intimida, una sencillez que no es simple. Los relatos funcionan como esas piedras pequeñas que uno recoge sin saber por qué y luego descubre que pesan más de lo que aparentan. Hay humor, hay ternura, hay un modo de mirar la vida cotidiana como si guardara secretos que solo un narrador paciente logra oír. Cuentos suyos figuran hoy en distintas antologías y colecciones del género en Colombia, como si su voz hubiera ido encontrando otros hogares, otras orillas lectoras.
En su condición de docente, Clinton irradia una empatía natural: escucha con paciencia, acompaña sin invadir y reconoce en cada estudiante una chispa que muchas veces ellos mismos desconocen. Su método de enseñanza no parte de la autoridad, sino de una cercanía que hace sentir a cada joven visto, leído y comprendido. Y mientras conversa con ellos, no habla de literatura como un deber, sino como un modo de estar vivo. Porque para Clinton, leer es una forma de levantar la cabeza, y escribir, un acto de gratitud. Nunca ha pretendido ser guía espiritual, pero más de uno salió de sus clases con la sensación de que alguien le había movido una puerta interna.

RECONOCIMIENTOS
La trayectoria de Clinton está jalonada por reconocimientos notables en el ámbito de la palabra, tanto en escenarios regionales como nacionales e internacionales. Entre los más destacados se cuenta el primer puesto en el Concurso Departamental del Magdalena de Cuento (1986) con ‘La promesa’, relato que, dos años después, volvería a brillar al obtener el premio mayor en el Concurso Xaviera Carrera, en Chile.
Un año antes había sido finalista en el Concurso de Libros de Cuentos, organizado por la Asociación de Escritores de la Costa —sede Cartagena—, con el volumen ‘La mujer de la mecedora de nombre’.
Ganó el Premio de Cuento Comfamiliar del Atlántico (1987), con ‘La promesa’, y el Premio Nacional de la Universidad Metropolitana (2010), con ‘Aquiles derrotado por la tortuga’.
Asimismo, con su cuento ‘El Lamed Wufnis’ alcanzó el tercer lugar en el Concurso Nacional Jorge Zalamea (1987), convocado por la Biblioteca Piloto de Medellín, y mereció el elogio del crítico e investigador francés —ya fallecido— Jacques Gilard.
En 1991 obtuvo el segundo puesto en el Concurso Nacional de Cuento Leopoldo Berdella, con sede en Montelíbano (Córdoba).
Hoy, cuando se mira su obra en conjunto, no se ve una línea recta sino una constelación. Cada libro es una estrella con su propia temperatura, pero todas componen un dibujo secreto que solo se revela cuando uno lee despacio. Desde el jaguar que lo acompañó en su juventud hasta ese paraíso que supo recuperar, pasando por el recogimiento de ‘Hic Zeno’ y las astucias de su alumno maquiavélico, la escritura de Clinton Ramírez no es un trayecto: es un acto de habitar el mundo con los ojos abiertos y el alma despierta.
Desde aquí se abre la entrevista con Clinton Ramírez:
Cuando miras hacia tu infancia en Ciénaga, ¿sientes que ese territorio —con su viento antiguo, sus voces de esquina y su mar que escucha— sigue siendo la respiración secreta de todo lo que escribes?
Ciénaga es uno de los centros de mi producción literaria. Pero Ciénaga es la Zona Bananera y es su pasado. Es un pasado que conocí a través de testimonios directos y en libros de ficción o de historia. Hay una Ciénaga aún más esencial: la del rumor de sus gentes. Quizá por eso la calle, las esquinas y el mar están muy presentes en mis libros. Me sucede igual con Santa Marta, la otra ciudad en la que más he vivido. Tiene un papel muy significativo en mi obra narrativa.
A menudo se percibe en tu obra una relación muy delicada entre el silencio y la palabra. ¿Cómo descubriste que esa frontera era tu lugar natural para narrar?
Soy un hablador en mis relaciones amistosas, pero como escritor prefiero el silencio y la sugerencia: virtudes que aprendí de mi abuela paterna, Francisca Toledo. Su mirada era suficiente para comunicarme con ella y entender. Esa herencia he procurado incorporarla a mi concepción de la literatura. El silencio es mi forma de abrirle la puerta a mis lectores: a los pacientes e imaginativos.
¿En qué momento comprendiste que la literatura no sería solo un oficio, sino su filosofía de vida?
Desde niño, cuando vivía en la finca bananera La Paulina, en Guacamayal, supe que sería escritor. Al empezar a escribir en serio, al principio de los años 80, mientras estudiaba Economía en la Universidad del Atlántico, confirmé mi vocación y supe que, más allá de mi título universitario y mi trabajo como economista, escribir sería mi propósito central en la vida. Puede sonar ingenuo, pero escribimos, como han dicho muchos, para espantar a la muerte y vivir incluso después de no estar más aquí. Quizá este sea uno de los privilegios de ser un escritor, un artista, un científico. Escribir para mí es, también, un medio de testimoniar el mundo al que debo lo que soy y, sin el cual, soy inconcebible.
En ‘Las manchas del jaguar’, pareciera que esa fiera interior llevaba tiempo acechando. ¿Cómo dialogaste con ese libro mientras se gestaba dentro de ti?
‘Las Manchas’ la escribí pensando en salvar la memoria y el mundo de silencios de mi abuela. La escribí a partir de las muchas voces que, durante su velorio, hablaban de ella y su vida en la Zona Bananera y Ciénaga. Esas voces las llevé conmigo y, al final, salieron muy naturales cuando escribí la novela en 1986. Son muchas voces. Voces de familiares y amigos de mi familia paterna y a las que pertenezco.
‘Hic Zeno’ dejó la impresión de una voz que toca cada sombra con los pies descalzos. ¿Qué buscabas en esa intimidad tan contenida y qué aprendiste de ella?
‘Hic Zeno’ es la obra sobre un escritor aislado, casi anónimo, pero con una conciencia literaria e histórica certera. Es un personaje muy enterado de su vocación literaria y de una mente propensa al juego con la escritura. Es una obra en la que respeté, tanto como pude, la visión de mi personaje, alguien que podría ser un colega. Tengo la superstición de respetar los silencios y las mentes de mis personajes. Mi escritura tenía que ser fiel a la intimidad y juegos de mi personaje, que ni siquiera tiene nombre, hasta donde me acuerdo.
En ‘Un viejo alumno de Maquiavelo’, el humor se vuelve un vehículo de lucidez. ¿Cómo encontraste ese equilibrio entre ironía y compasión?
En su personaje, enfermo, lúcido, incrédulo, encontré el modo de poner en escena la vida de muchos escritores que he tenido oportunidad de conocer. En sus aparentes fracasos hallé justo el motivo para contar la extinción de una carrera —literaria, profesional y amatoria— sin patetismos ni engaños. La ironía, no tanto el humor, fue el vehículo que el personaje me ofreció una vez visualicé las pocas horas en que contaría su peripecia vital. Es, también, un homenaje a la vida, real y literaria, de mi querido Nicolás de Maquiavelo: el autor exquisito de El príncipe, sin duda; pero, sobre todo, el de La mandrágora, su hermosa comedia.
‘Otra vez el paraíso’ parece más un regreso que una despedida. ¿Cómo se transformó tu mirada del pasado mientras escribías ese libro?
Es casi una obra gemela de ‘Un viejo alumno de Maquiavelo’. Las escribí una detrás de la otra. En ‘OVP’ son los fracasos de un deportista extremo exitoso. Si se transformó algo en mí, fue mi visión del presente de este país, capaz de destruir a sus ídolos con sus acosos de todo orden y a cada hora. Este hombre que subió al Himalaya, hermoso y amado, lo tiene todo: menos salud y amor. A punta de whiskies pretende olvidar su lesión en una pierna y un amor al que debe renunciar, mientras pasa una temporada en una cabaña de Taganga. Es demasiado lúcido, sin embargo, para aceptar el engaño. Así que, después de sus vacaciones de exterminio, regresa a Bogotá y a su mundo de ganadero de raza, a seguir así no quiera. Su vida no depende de él como para disponer de ella sin culpa. Tiene una hija y una mujer a las que se debe. Para él, suicidarse es seguir viviendo las mentiras y los pretextos de todos los días.
Tus cuentos, especialmente en ‘¿Te acuerdas de Monín de Böll?’, tienen una sencillez que es, a la vez, precisión y hondura. ¿Qué lugar ocupa el cuento en tu idea de la literatura?
El cuento, a diferencia de la novela, me permite ir a donde yo quiera, sin restricciones. Aprendí las trampas de la escritura escribiendo cuentos. Soy fiel a ellos. Me encanta escribirlos. Es una adicción. Lo he hecho toda mi vida. Hace algo más de quince años dejé de escribir novelas. Nunca he sentido, en cambio, la necesidad de dejar de escribir cuentos. Es mi verdadero oxígeno.
¿Qué te llevó a escribir ‘Nueva detención de Josef K’ y qué inquietud querías explorar en ese diálogo contemporáneo con Kafka?
Mi amor por el cuento, por la literatura y sus juegos. Kafka es, además, uno de mis dioses: uno que descubrí a temprana edad en la biblioteca de mi colegio San Juan del Córdoba, en Ciénaga. El cuento sobre mi Josef K da el título al libro y lo escribí para celebrar a mi manera los 100 años de la muerte física del gran escritor checo. Lo escribí, sin embargo, con dos años de anticipación a las conmemoraciones. Es, por donde se quiera, un divertimento: uno asumido con mucha seriedad. Es el cuento al que le he prestado mucho de mí para construir a un personaje, así no lo parezca. Elegí ponerlo fuera de mi ámbito cultural, pero, aun así, no pude evitar ser ese personaje: jugar a ser él. Es, dirán algunos, una forma bastante extraña de celebrar una filiación. Los caminos de la creación, ya se sabe, son impredecibles.
En ‘Sin defensa posible’, tu narrativa parece moverse hacia una transparencia emocional mayor. ¿Qué aprendiste de ti mismo al escribir esa novela?
La escribí hace más de quince años. Ratifiqué al escribirla mi voluntad de jugador: uno extremo, porque no solo me inventé un escritor marginal sino que le escribí y publiqué, durante muchos años, su obra literaria. Me confirmé como escritor: eso que siempre quise ser y soy.
Tu obra está atravesada por el Caribe, pero nunca desde la postal: más bien desde una respiración íntima. ¿Qué significa para ti escribir desde esta región sin caer en sus clichés?
No temo caer en ellos. La razón es simple: excluirlos fue una de mis primeras lecciones aprendidas. Un texto es mucho más que sus motivos de partida. Nunca, de otra parte, pretendo exaltar por exaltar los méritos y extravíos de mi región de origen. Me interesan otras cosas de la gente del Caribe. Eso que los hermana a otros seres del mundo sin dejar de ser ellos.

¿Cómo fue tu relación con tu paisano Ramón Illán Bacca, uno de los grandes referentes de la literatura del Caribe colombiano?
Muy cordial. Su humor, su personalidad, fueron regalos impensados. He leído y enseñado sus textos, sobre todo sus cuentos. Me he permitido escribir algunos artículos sobre su obra: una parcela tan personal. Tuvo para mi obra palabras elogiosas.
A él y a Guillermo Henríquez les debemos más de una lectura. Sus obras se tocan en muchos puntos. Compartieron una época de esplendores y fracasos, y con ella nutrieron sus obras: vitales y legítimas.
¿Y cómo fue tu vínculo —intelectual, humano y creativo— con el dramaturgo, actor, historiador y narrador, también cienaguero Guillermo Henríquez, que también hace parte esencial de la memoria cultural de nuestra región?
Fue mi amigo y me facilitó la entrada al mundo de la aristocracia de Ciénaga y la región. Fue un informante generoso. Su teatro es el plato fuerte de su literatura por descubrir. Su investigación sobre las fuentes reales e históricas de ‘Cien años de soledad’ es un texto valioso.
Para agradecer su amistad y sus aportes a mi conocimiento de Ciénaga y Santa Marta, preparé una selección de sus cuentos y otra de sus obras de teatro. La primera lleva por título ‘En un lugar del paraíso’ (2024) y la segunda ‘Las maneras del mirlo’ (2025). Escribí para ambas sendos artículos introductorios que espero ayuden al conocimiento y la preservación de su obra.
Durante nuestros años compartidos en la Universidad Sergio Arboleda, siempre te vi trabajar con un rigor silencioso. ¿Qué papel cumple la disciplina en tu proceso creativo?
Mucho. Soy tan juicioso como puedo cuando trabajo una historia o cuando una imagen o una frase me conducen a la escritura. Pienso en las posibilidades del futuro texto: las que trae y procuro comprender o atrapar. La disciplina se redobla, en lugar de desaparecer, después de escribir incluso un primer borrador más o menos satisfactorio, decente. Es muy difícil escribir algo digno de publicarse sin disciplina, sin la reflexión que exige todo texto. El talento no es suficiente.
En el Encuentro de Escritores en Ciénaga —donde cumples un papel vital en la organización— coincidimos en dos ocasiones, y siempre te observé rodeado de conversaciones hondas. ¿Qué te deja ese intercambio con otros autores, tanto jóvenes como consagrados?
Me deja un mayor conocimiento de la literatura regional, además de nuevos amigos y cómplices de viaje. Es la oportunidad, también, de facilitar a los jóvenes conocer escritores y medirse, proyectarse.
¿Qué significa para ti enseñar literatura en la actualidad, en un mundo donde la lectura parece disputar espacio con tantas urgencias y pantallas?
Es un placer que tropieza con una cultura que olvidó la gracia de la lectura y prefiere los atajos. A ratos es una pelea perdida. Pero la responsabilidad obliga a regresar al frente de batalla.
¿Qué tipo de lectura recomiendas a los jóvenes para encender en ellos el deseo genuino de leer?
Leer cuentos. Sin importar el autor, la época o la adscripción a una escuela. El cuento es un género asombroso, exigente, calculador, que estimula la imaginación y la cognición. Exige el total compromiso de los lectores por unos minutos. Esos minutos pueden cambiar la vida de muchos. Si se logra eso, que los lean, los entiendan y compartan, algo habremos hecho.
¿Y de qué tipo de lecturas crees que deberían huir para no apagar demasiado pronto su curiosidad?
De las historias sórdidas y espectaculares. Son aves de corto vuelo. Nada dejan, fuera de satisfacer el morbo.
¿Cuál ha sido la pregunta más difícil que un lector o estudiante te ha hecho, esa que todavía hoy te acompaña?
La más difícil de contestar es por qué estudié Economía. Me cuesta hacerle ver que la Economía es literatura: ficción y escritura de las buenas en los grandes nombres de esta ciencia. Me cuesta hacerle entender que no hay distinción entre los números, las gráficas, las teorías económicas y la narrativa de ficción.
Si te pidieran definir tu escritura como un territorio —con su clima, sus luces, sus sombras—, ¿cómo la describirías?
Mi escritura sería una esquina o sardinel del Caribe con mucha gente hablando o jugando a las cartas o al dominó: una esquina movible en donde nunca podrán faltar la invención, el rumor ni las miradas entendidas. Tampoco me molesta que esa esquina asuma la forma de una barra o una mesa con dos personas que comparten un trago, un periódico o sus silencios.
