René Arrieta Pérez: la palabra como revelación y oficio
El poeta René Arrieta Pérez, voz insomne del Caribe, en un instante de contemplación: entre la memoria y el relámpago de la palabra.
Por Fausto Pérez Villarreal
En la obra de René Arrieta Pérez la palabra no es adorno ni simple vehículo del pensamiento: es sustancia viva, instrumento de conocimiento, latido interior. Su poesía y sus ensayos trazan un mapa donde confluyen la emoción y la inteligencia, el asombro y la lucidez. Escritor riguroso, lector incansable, ha hecho de la literatura una forma de permanencia y, al mismo tiempo, un espacio de revelación.
Nacido en El Carmen de Bolívar el 23 de abril de 1970, René Arrieta creció entre libros. Su padre, Jaime Arrieta Arroyo, le legó una biblioteca y un hábito que aún lo define: leer todos los días, sin excepción. En aquellas primeras lecturas —Verne, Salgari, Melville, Defoe— se forjó la curiosidad del niño que, años después, sería poeta, periodista con estudios de doctorado en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Allí, en la tierra de Fray Luis y de Unamuno, profundizó en las vanguardias y en las tensiones entre tradición y ruptura, un tema que impregna toda su obra.
Su voz poética se despliega en títulos esenciales como ‘Salmos del segador de mieses’ (1999), ‘Bodegones’ (2009), ‘El leve vuelo de las mariposas’ (2016) y ‘He olvidado su nombre’ (2017), libros donde el lenguaje se vuelve contemplación y resistencia, donde cada imagen intenta descifrar la materia invisible de la existencia. Con ‘Primer sello del apocalipsis’ (2019), primer volumen de una ambiciosa serie de siete tratados, el autor amplía su mirada hacia lo simbólico y lo visionario; un proyecto que dialoga con su reciente investigación bilingüe ‘Apocalyptic End of Civilization. 2052 ‘– ‘El fin del mundo. Año 2052’ (2024), donde literatura, ciencia y teología se funden en una meditación sobre los límites del hombre y del tiempo.

Premiado y reconocido desde sus inicios —ganador del II Concurso Casa de Poesía Silva (1991), del III y IV Concurso de Poesía Universidad de Cartagena (1993 y 1994), y segundo puesto del Premio Nacional de Poesía Jorge Artel (1994)—, René Arrieta ha sostenido una trayectoria marcada por la coherencia y la exigencia estética. Cada texto suyo revela la misma búsqueda: comprender la realidad a través de la belleza y el pensamiento.
Su oficio no se agota en la poesía. Es también periodista, investigador y gestor cultural. Dirigió la Casa de Poesía Luis Carlos López y la Corporación Juglares del Caribe, y ha sido coeditor de publicaciones académicas y literarias de la Cámara de Comercio de Cartagena. En el libro conmemorativo ‘Crónicas del Comercio en Cartagena: 100 años’ (Villegas Editores, 2018) dejó una pieza memorable: ‘Luis Carlos López: una mirada crítica de Cartagena entre versos y tiendas’, ensayo que combina sensibilidad literaria y mirada histórica.
A punto de publicar su libro de periodismo Soledades y presencias (2026) y con varios poemarios inéditos en espera —entre ellos ‘El ingrávido reino de los colibríes’, ‘Con María en el poliedro’ y ‘Tríptico de dioses, de amores y de viajes’ —, René Arrieta Pérez continúa fiel a su vocación: la de transformar la experiencia humana en lenguaje, y el lenguaje, en una forma perdurable de verdad.
A continuación, compartimos la entrevista con el escritor René Arrieta Pérez, creador que ha hecho de la palabra un territorio de búsqueda y reflexión.
¿Qué te reveló la experiencia universitaria en Cartagena sobre el poder del lenguaje y de la literatura como pensamiento?
Una experiencia única. Ya no vuelves a ver la literatura como una pasión solamente, sino como disciplina y trabajo riguroso. La formación universitaria sistematiza el conocimiento, y eso es una herramienta poderosa para el trabajo creativo y de investigación. El lenguaje es uno de los instrumentos más poderosos que posee el ser humano, con él comunicas, informas, formas, argumentas, influyes y arrastras multitudes si conoces los secretos de su uso y las aplicaciones de elementos de psicología y sociología al discurso, entre otras disciplinas. El poder del escritor y el orador es que atrapan. Por eso, también, la responsabilidad y la necesidad de la formación ética. El lenguaje es magia y tanto el escritor como el orador son magos. La psicología aprendió de Giordano Bruno cómo se vincula la voluntad del otro en ‘De vinculis in genere’ (‘De los vínculos en general’), y sobre el poder del símbolo. En fin, el conocimiento de la semiótica y otras disciplinas las manejan hoy perfectamente la publicidad y los asesores de imágenes, por eso logran su cometido. Bruno, entre otros, aprendieron todo ese conocimiento de las bibliotecas que tenían los monasterios, los guardianes del saber. Por otro lado, la literatura refina el pensamiento, te permite viajar y dialogar con sus autores, con gente sabia, y conocer otras culturas. Esto último es un cliché y todos lo saben, empero hay que repetirlo por su tremenda certeza.
¿Qué recuerdos más nítidos guardas de tu infancia en El Carmen de Bolívar, entre los libros y los silencios que lo acompañaron?
Uno de los recuerdos más nítidos de mi infancia es el de ir a recibir a mi padre cuando llegaba del trabajo en horas de la tarde. Yo salía del patio corriendo, porque había visualizado que se aproximaba a casa, y lo interceptaba a pocos metros de la puerta. Mi visión interna me avisaba. Mi madre se molestaba mucho por temor a que me arrollara algún vehículo, pues en realidad salía desbocado. Casi siempre me traía un libro y luego me sentaba en su regazo, donde empezaba a leerlo. Otros recuerdos que se alzan en la memoria son la imagen del patio con sus flores, frutos, pájaros, libélulas y mariposas, que encantaban mi atención y me obsesionaban.
Tu padre te legó una biblioteca y el hábito de leer todos los días. ¿Qué aprendiste de esa herencia íntima entre la palabra y la disciplina?
Sí, mi hábito de leer se lo debo a mi padre, Jaime. De su biblioteca heredé algunos libros, en realidad pocos. La biblioteca ya había sido atomizada, porque mis hermanos mayores tomaban los libros de pastas lujosas y los vendían a algunas personas de El Carmen, amantes de la lectura. Necesitaban dinero para satisfacer sus salidas y fiestas, tal vez. Recibí, eso sí, toda la colección de monografías iniciáticas rosacruces, que conservo. Él estaba adscrito a San José de California. Mi iniciación la hice en España, y aunque son monografías distintas, comparten la misma sabiduría y formación.
Cuando comencé a trabajar, igualmente empecé a comprar libros que, en gran parte, son los que hoy constituyen mi biblioteca. Siempre existen las mermas. Me fui a España en el 2000 y dejé mi biblioteca en custodia de una hermana. A mi regreso pude rescatar cerca de 300 libros. Cuando regresé de España, en 2011, igualmente tuve que dejar cerca de 500 libros que había adquirido. Prácticamente los perdí, aunque no todos: hay dos o tres amigos que me conservan algunos. En Galicia dejé con un amigo una serie de libros de lírica galaicoportuguesa, cantigas medievales que leí con pasión: ‘De amigo, de amor e de maldecir’. Esa lectura me animó a escribir una serie de poemas en gallego.
El aprendizaje de todo ese legado no tiene precio. Me proporcionó una sólida formación intelectual, me condujo a crear una sensibilidad artística y social, a cimentar, a través de la filosofía, una reflexión profunda sobre la vida y a consolidar los principios que se nos inculcaron en el hogar.
¿Cuándo descubriste que la lectura podía convertirse en destino, en una forma de vivir?
En realidad, desde niño me fascinaba la ciencia. Pasaba inmerso en las enciclopedias y quería sumergirme en ese mundo. En bachillerato, con las inquietudes de justicia social y liderazgo, fundé el consejo estudiantil de mi colegio, porque un mobiliario en el que se había invertido una millonada estaba embolatado. Entonces organicé a los estudiantes y proferí discursos. El Derecho era la elección.
Sin embargo, cuando llegué a Cartagena a realizar mi carrera, me inscribí en Derecho y pasé en el puesto 17, pero no me matriculé. En esos momentos padecía una severa carestía. Posteriormente me inscribí en Ciencias Humanas de la Universidad de Cartagena, en Lingüística y Literatura, que fue lo que finalmente estudié. Y todo se me hizo fácil. Toda la literatura que había leído ayudó mucho en la formación académica. Al ser una carrera profesional, también debía ser la base para mi labor profesional. Y así fue: ejercí como profesor universitario. Mi ejercicio periodístico ha sido otro frente.
¿Cómo recuerdas tus primeros años en Cartagena, cuando comenzabas a forjar tu identidad literaria lejos del hogar?
Fueron años de mucho esfuerzo. Ya la lectura se tornó metódica, con un plan, con filtros y modelos teóricos para verla desde otro prisma. Eso demanda mucha dedicación, no obstante, es enriquecedora. En el tema de la creación, aquellos intentos creativos de la niñez se volvieron sólidos. En cada texto escrito hay un esfuerzo de depuración que solo se consigue con disciplina y rigor, ya sea un poema, un ensayo o la integralidad de un libro. En efecto, en ese transcurrir se va construyendo un estilo, una voz propia que impregna tu obra, tu identidad literaria.
¿Qué significó para ti el paso por España y Alemania, y cómo transformaron tu mirada sobre la poesía y el arte?
Unos días antes de mi viaje ocurrió el atentado a las Torres Gemelas en el World Trade Center, en pleno corazón financiero de Nueva York. En España me tocó apreciar la Cumbre de las Azores, la guerra en Irak y la espectacularidad y el horror de los bombardeos, que fue el germen de un amplio poema sobre la guerra: “Nunca más, nunca más”. Desde España pude apreciar las inquietudes que surgieron en las nuevas generaciones de los países islámicos con la Primavera Árabe, los atentados en Atocha… Una nueva dinámica de nuestro mundo contemporáneo.
En España tuve la fascinante experiencia académica en Salamanca, nuevos amigos de toda América, Europa y Asia, incluso. Nuevas lecturas y el acercamiento a la investigación. Me acerqué a la España de los castillos medievales y templarios, a la vasta poesía de la tradición española, a las vanguardias literarias y artísticas, al misticismo de San Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, a la convivencia de las tres culturas que se plasman en la península, a ese reflejo aún titilante de las ciudades de la luz del Al-Ándalus, a todo ese andamiaje, incluso a la fascinación de los sentidos cuando caminaba por las calles sevillanas y respiraba el olor a azahar de los naranjos.
En Alemania sentí un llamado interior que me costó dolor, lágrimas y una sensación de orfandad que me hizo regresar. El transcurrir de un tiempo y un clima totalmente desconocido. Un día en el que comenzaba a verse la luz, tipo 9:00 de la mañana, y oscurecía a las 2:40 o 3:00 de la tarde. Un día muy corto en invierno y el timing de una cultura a la que apenas me asomaba.
La mirada cambió. Enfoqué la atención en las vanguardias; las conocía poco, las estudié y tuve una visión de la tradición, lo clásico y la vanguardia en arte y literatura. Siempre lees autores que no conocías y así te adentras en otros territorios.
Tus libros muestran una constante tensión entre lo visible y lo invisible. ¿Sientes que la poesía nace más de la contemplación o de la herida?
Justamente, el objeto de la poesía es traer lo invisible a la visibilidad; arrancarle ese misterio a la imagen y al lenguaje. Eso constituye un acto de apropiación: terminas ganándole por fuerza a esa tensión entre ambos campos. Tanto en la contemplación como en la herida existe un terreno fértil para el hallazgo. En la contemplación, porque te sumerges en ella, exploras y adquieres tesoros que sustentas con el lenguaje. Por otro lado, la imagen es sustrato de la magia: ahí está su matriz, en ella habita la materia que subyuga la mirada y la atención de quien la observa. Imago–imagen–magia. Su figura es circular, y esa forma geométrica le otorga su poder mágico. Solo el círculo aseguraba la certeza de la caza en la prehistoria.
Y en la herida, porque solo el dolor depura y sublima; es el único elemento que otorga esa posibilidad. El dolor, la carestía, la humildad y la tierra misma —estas dos últimas de la raíz humus— son la génesis del ser, de la pareja ‘hombre-mujer’; ellas son laboratorio para la elevación espiritual. Si lo miras desde ese punto de vista, ganas. Si no lo miras así, te pierdes la oportunidad de elevarte. Solo la fe te permite acceder a los territorios velados.
En obras como Salmos del segador de mieses y El leve vuelo de las mariposas se percibe un diálogo entre la fe y la duda. ¿Cómo concibes a Dios?
La duda puede atomizar todo tu ser; la fe lo sostiene. La duda indica que la brújula que te orienta no señala el sentido correcto. La duda metódica es razonable y puede ofrecerte sostén por un momento. La duda existencial, en cambio, es devastadora: te atormenta. La fe te sitúa en un espacio, en un lugar que conocías y habías olvidado; cuando corres el velo y miras lo que escondía, ganas lo inestimable. Mi fe siempre ha sido inquebrantable. En mi ensayo ‘Poética de la forma: el universo imaginado’ —disponible en internet— trato ampliamente el asunto.
Desde luego, de ese diálogo al que aludes y que percibes en mis libros, solo en la fe se encuentra el faro que guía el camino.
En ‘Primer sello del apocalipsis’ y en tu reciente investigación sobre el fin de la civilización unes literatura, ciencia y teología. ¿Qué buscabas comprender en ese cruce de saberes?
‘El Primer sello del apocalipsis: la brujería, un pacto con el demonio y grave ofensa a Dios’ es el inicio de una serie de siete tratados. Todos tienen un subtítulo, así: ‘Segundo sello del apocalipsis: crónicas del infierno y otras noticias de los inframundos; Tercer sello del apocalipsis: cosmos; Cuarto sello del apocalipsis: economía; Quinto sello del apocalipsis: planeta; Sexto sello del apocalipsis: sanación; Séptimo sello del apocalipsis: fin de los tiempos’.
Son libros de revelación cuyo propósito es transmitir que Dios quiere entregar mucha información a la humanidad antes de que desaparezca de la faz de la Tierra, para que comprenda la dimensión del daño que le ha infligido al planeta. El fin es producto de la actividad entrópica del propio hombre, no de una decisión divina.
Por otro lado, Dios conoce el escepticismo del ser humano; por tal razón desea entregar información científica y comprobable. Ese es el propósito de la edición bilingüe ‘Apocalyptic end of civilization’, 2052 (El fin del mundo: año 2052), ambas disponibles en Amazon.
Son literatura en cuanto son escritura; teosofía, porque revelan conocimiento velado; y ciencia, porque Dios solicitó el estándar del rigor científico para demostrar una realidad ineluctable a través de un modelo predictivo que ya se está cumpliendo. La Tierra es una balanza de agua, y cuando se derritan los casquetes polares habrá un bamboleo lateral de las aguas oceánicas. Esto ocurrirá en un punto crítico: el año 2052. Por la dinámica del cambio climático, el polo geográfico de la Tierra se irá inclinando cada vez más, y en el año del fin se romperá el equilibrio de la balanza. Los científicos piensan, candorosamente, que el derretimiento de los polos solo causa el aumento del nivel del mar, y no es así. Dios nos entregó una casa —el planeta Tierra— y el ser humano la ha dañado. Ahora, el ideal científico es colonizar otros planetas. Según Michio Kaku, en ‘El futuro de la humanidad’, el proyecto es ‘terraformar’ Marte. Es decir, al hombre no le basta con haber dañado su propio planeta: ahora pretende salir y destruir otras joyas de la creación de Dios. Eso no lo verá la humanidad.
¿Qué papel juega el tiempo en tu obra? ¿Es el tiempo una obsesión, una metáfora o una forma de salvación?
De hecho, juega un papel muy importante. El tiempo es distinto según la dimensión en la que transcurra. No es lo mismo el tiempo en la tercera dimensión que en la cuarta (la del mundo espiritual), donde el tiempo es pleno, circular y eterno. Tampoco es igual el tiempo de las macroestructuras cósmicas al del mundo cuántico. Einstein estableció claramente esas diferencias a partir de su teoría de la relatividad, en la que valida como marco de referencia la velocidad de la luz. Cuando se traspasa esa línea, se atraviesa otra dimensión.
En mi obra, el tiempo es fundamental. El tiempo interior es moroso, pleno, sagrado, infinito; el cronológico, en cambio, es lineal y agobiante. En mi obra existen ambos tiempos, pero el interior es preponderante: establece el signo de jerarquía sobre el cronológico o el histórico.
Podríamos decir que el tiempo es obsesión, porque me absorbe; metáfora, porque expresa su mandato mágico; y salvación, porque me rescata del imperio aberrante de la realidad humana y me hace uno con el cosmos.
Tu escritura parece moverse entre la belleza y el pensamiento. ¿Cómo logras mantener ese equilibrio entre lo estético y lo filosófico?
Mi sensibilidad de artista se equilibra con la profundidad del pensamiento. Lo he logrado con el ejercicio mismo de la escritura y con la identidad literaria muy personal que encontré y a la que soy fiel. Ha sido un proceso de muchos años: pensar, sentir y vivir el mundo de la realidad poética y literaria. Con la filosofía recorres el camino de los pensadores desde los albores de la civilización hasta la complejidad del pensamiento contemporáneo; y, a través de la sensibilidad, reclamas el hallazgo de la belleza de la forma.
A lo largo de tu carrera has sido poeta, periodista, investigador y gestor cultural. ¿En cuál de esas facetas te sientes más plenamente?
En todas, aunque al periodismo le reconozco el interés por el acto de conocer a alguien o algo, al igual que en la investigación. La docencia, que no nombras, ha sido importante en mi vida; a través de ella he querido guiar y entregar lo que he aprendido a mis alumnos. Sin embargo, en estos tiempos, el dominio de los artefactos tecnológicos establece su vasallaje, y no es fácil reclamar la atención de los estudiantes. La poesía, entre tanto, me sumerge en la belleza y en la luz. En ‘El leve vuelo de las mariposas’ hay un verso que dice: “La luz, siempre la luz, fulgúrea mariposa”. Ese es mi reclamo.
Cuando escribo poesía vivo un rapto: es una relación de unicidad con los seres sobre los que decido escribir, como los colibríes, que son materia de mi canto en ‘El ingrávido reino de los colibríes’, mi próximo libro de poesía.
¿Cómo entiendes hoy el oficio del poeta en una época dominada por la prisa y la tecnología?
O te sumerges en ese misterioso territorio o te dejas absorber por lo fugaz y estridente. La tecnología es imprescindible —y también fascinante—, pero te secuestra y te esclaviza si no tienes voluntad y jerarquía para resistirla.
¿Qué tipo de lectura recomiendas a los jóvenes que se acercan a la poesía y a la literatura?
Que lean a los grandes poetas, a todos. Que se acerquen a ellos y los exploren: Borges, Vallejo, Whitman, Saint-John Perse, Virgilio Piñera, Lezama Lima, Rilke, Novalis, Huidobro, Goethe, Virgilio, Dante, T. S. Eliot, Bukowski, Gelman, Girondo, Rimbaud, Baudelaire, Rojas Herazo, Álvaro Mutis, Luis Carlos López, Li Po, Khayyam, Rudaki, entre muchos otros.
¿Y de qué textos deben huir para no caer en la distracción o en el vacío disfrazado de literatura?
No quiero dar nombres, pero cuando lean a los grandes poetas, sabrán a quiénes no leer, porque los encontrarán hueros e insulsos.
¿Qué autores te han acompañado siempre, como faros en medio del tiempo?
Siempre vuelvo a los clásicos, sin dejar de leer a grandes autores contemporáneos. Rojas Herazo es de los mejores amigos: te habla, y en tus oídos resuena una catedral; con él compartes la orfandad del hombre moderno. Luis Carlos López conmueve a quien se dedica a conocerlo. Eliot es enorme; Virgilio, apacible; con Vallejo se te quiebra el ser, pero lo agradeces y te recompones; con el mejor Neruda te adhieres a lo telúrico.

¿Qué lugar ocupa la amistad en tu vida intelectual y creativa, especialmente en tu relación con otros poetas del Caribe?
Un lugar sagrado. La lealtad en la amistad es uno de sus principales pilares, junto con la solidaridad y la estima mutua. Al amigo se le cuida como a un tesoro. Proverbios ofrece las medidas de lo que no debe ser la amistad.
Los amigos poetas, artistas y escritores te nutren en la conversación y te ayudan a crecer. Mi círculo se ha reducido, porque tasé esa relación con la sabiduría de Proverbios, pero los que me quedan valen oro. Cuando existe ese sentido de la amistad, quien te cultive encontrará lo mejor. Tengo muchos amigos poetas del Caribe y los quiero a ese nivel, aunque muchos ni lo sepan.
En la vida creativa e intelectual, como en otros terrenos, la amistad debe ser así. Cuando no encuentro fundamentos ni principios que la sustenten, prefiero alejarme; de no hacerlo, uno permite que se profane un altar, un espacio íntimo y sagrado. Las malas energías contaminan.
En tu trayectoria se advierte una fidelidad inquebrantable al lenguaje. ¿Crees que escribir es una forma de fe?
Por supuesto. Si no se es fiel al lenguaje, se crea una farsa —aunque también eso sea posible—. Las personas deben ser coherentes con lo que expresan. Muchas veces eso no ocurre, y lo que se manifiesta es un terrible cinismo. Por otra parte, debo ser fiel al instrumento que me permite concebir una obra. Si uso el lenguaje para expresar una mentira, esa condición te absorbe y te acusa. Ciertamente, escribir es un acto de fe: crees y confías irreductiblemente en lo que imaginas y expresas, y eso crea la forma misma.
¿Cómo te concibes hoy: como un poeta en resistencia, un investigador del alma o un testigo del tiempo?
Un poco de todo eso. Un poeta resiste el terrible desconocimiento del mundo interior por parte de los apóstoles del materialismo. Investigo al ser, desde luego, y busco expresar el hallazgo. También soy testigo del tiempo, porque expreso el tiempo mismo en que vivo, lo documento y registro las evidencias de su naturaleza y su paso.
A punto de publicar ‘Soledades y presencias’, ¿qué sientes que aún te falta por decir o por entender en tu búsqueda poética?
Mucho, muchísimo. Nunca alcanza el tiempo, y eso nos agobia; sin embargo, hay que aceptar ese imperio y dedicarse a lo que se considera imprescindible.
Soledades y presencias es un libro de periodismo que recoge entrevistas, crónicas y reportajes que he realizado. A todos los personajes los asiste la soledad, y lo que hacen constituye una presencia en sus vidas y en la sociedad.
Los protagonistas son Álvaro Mutis, Facundo Cabral, Pablo Milanés, Miguel Littín, Leonardo Padura, Eliseo Herrera, Juan ‘Chuchita’ Fernández, Enrique Grau, Maite Montero, Justo Almario, César López, Álvaro Restrepo, Isabel Coixet, Daniel Estulin, Humberto Dorado, Francisco Zumaqué, Leandro Díaz, entre otros.
